l final de aquel día, agotados hasta los huesos, nos resignamos a buscar descanso en medio del polvo que cubría nuestra improvisada "habitación" y del ventarrón que seguía soplando como un recordatorio de que estábamos en territorio implacable. Cada rincón del refugio estaba impregnado de arena; las frazadas crujían bajo el peso de diminutos granos y nuestras maletas eran ahora pequeños montículos desérticos.
PH: A.S.O./C. López
El viento no daba tregua, ululando alrededor del campamento y colándose por cualquier rendija. A pesar de nuestro cansancio, acomodarnos resultaba casi imposible. Entre risas nerviosas y alguna que otra queja resignada, intentábamos limpiar lo justo para evitar que la arena llegara hasta nuestros ojos mientras dormíamos. Pero pronto dejamos de luchar: en el Dakar, no hay lugar para las comodidades.
En algún momento, el cansancio superó al caos. Como si nos abrazara el mismísimo Morfeo, caímos rendidos al sueño, mientras el silbido del viento y el susurro de las dunas parecían cantar una especie de arrullo áspero, propio del desierto. La noche se tragó nuestros pensamientos, y, por unas horas, nos olvidamos del polvo, el frío y el cansancio.
El desierto, sin embargo, nunca duerme del todo. El sonido de las carpas ondeando al viento y el eco lejano de algún motor madrugador nos recordaban que el Dakar nunca se detiene. Con los primeros rayos del sol, nos despertamos aún cubiertos de arena, pero con una energía renovada y listos para enfrentar lo que el nuevo día tuviera preparado.
Así es el Dakar: cada jornada comienza como una página en blanco, llena de promesas, desafíos y la certeza de que la aventura sigue siendo la verdadera protagonista.